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Eso no puede pasar aquí. ¡Está pasando aquí!

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Hace unos días cayó en mis manos el breve guion de No puede pasar aquí –¡de nuevo!, una adaptación teatral libre de No puede pasar aquí, la novela de Sinclair Lewis de 1935, que se convirtió en un éxito de ventas instantáneo. La adaptación teatral con el mismo nombre fue estrenada pocos días antes de la decisiva elección presidencial de 1936 y en pleno auge del fascismo en Europa.

La trama es sencilla: el presidente Franklin Delano Roosevelt falla en asegurarse la nominación demócrata a la reelección abriendo paso a la Casa Blanca al senador Berzelius Buzz Windrip, un populista carismático y furibundo nacionalista de verbo encendido. Windrip alcanza la presidencia sobre los hombros del resentimiento tras explotar hábilmente los miedos más bajos de su pueblo. Reina el desencanto con los políticos en una época en que Estados Unidos aun no salía de la Gran Depresión. “Hay que sacar sus sucias manos de los bancos y de la bolsa”, dice un personaje hablando de los políticos. Los inmigrantes son, por supuesto, el blanco de la ira popular: ayer como hoy la solución es sacarlos de las fronteras estadounidenses.

Con su sátira distópica, Lewis quería alertar a su país sobre la inminente amenaza del fascismo para la democracia y el peligro que entrañaban los demagogos. Conocía de primera mano el impacto que había tenido el ascenso de Hitler en Alemania. Su esposa, la reportera Dorothy Thomson, había entrevistado al líder nazi y fue la primera periodista extranjera expulsada de la Alemania del Tercer Reich. En aquel entonces, No puede pasar aquí logró su propósito. Franklin Delano Roosevelt fue el candidato demócrata, ganó la presidencia y se convirtió en la barrera de contención del fascismo y el factor clave para derrotar a Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

Pero, ¿Y hoy? ¿Puede una ficción escrita hace casi casi un siglo, cuando no había televisión ni redes sociales, todavía el poder de ayudar a derrotar el ascenso del populismo demagógico de tintes fascistas en Estados Unidos? Quedan pocas horas para saberlo.

Sin embargo, hay una respuesta parcial que da algo de esperanza. Eso no puede pasar aquí –¡de nuevo! se ha presentado en muchas ciudades y pueblos de Estados Unidos a lo largo de los últimos meses y generado discusiones muy ricas sobre el ascenso de Trump y la amenaza del fascismo a la democracia actual.

Mi suegra Robin Urquhart, una escocesa de 82 años, participó en una lectura dramatizada de la obra en una comunidad de personas de la tercera edad en Maynard, un pueblo de Massachusetts a media hora de Boston. Al regresar a casa estaba emocionada por la animada conversación con el público. Muchos recordaron las luchas que habían vivido protestando contra la guerra en Vietnam y para conseguir derechos civiles y reproductivos más de cinco décadas atrás. Otros se remontaron aún más lejos. Sus padres y familiares habían tenido que huir de Europa en guerra para labrarse un nuevo futuro en esta nación adonde llegaron sin nada y no eran nadie. No es que la vida aquí fuera color rosa, pero no les negaron oportunidades por ser extranjeros o no hablar la lengua. Todo eso se veía ahora amenazado por el proyecto extremista de un demagogo y su pandilla de ideólogos. Estaban muy preocupados.

A mí me llamaba la atención la activación política de Robin, a quien conozco desde hace más de 30 años. Es una de las personas mejor leídas y más curiosas y vitales que conozco, pero durante muchos años no la tomé como alguien demasiado interesado en la política. Eso fue cambiando poco a poco ante mis ojos.

Mi teoría de bolsillo para explicarlo es que siendo una inmigrante muy joven en Venezuela, donde llegó sin saber ni papa de español, le costó muchísimo trabajo abrirse paso y conseguir su lugar en esa sociedad, donde el machismo y los prejuicios sociales de todo tipo todavía campeaban a sus anchas. Sin embargo, en los sesenta y setenta, Venezuela era un país de oportunidades y abierto a la migración, de la que se enriqueció de muchas maneras. Día tras día, Robin logró levantar una escuela de avanzada, cuya filosofía básica consistía en que cada niño expresara su personalidad y creatividad sin cortapisas ni discriminación. Todos eran iguales porque cada uno era diferente.

La pudo sostener con gran esfuerzo por varias décadas, surfeando las crisis de la economía venezolana, hasta que el chavismo empezó a imponer programas nacionalistas en la educación, centrados en el culto a los héroes, en particular de Bolívar –¡cómo si hiciera falta!–, y a asfixiar económicamente a las escuelas privadas. A pesar de que su colegio era uno de los pocos espacios libres de polarización y donde aún podían convivir niños con padres de tendencias políticas opuestas, su subsistencia se hizo inviable bajo el asedio de una burocracia educativa doctrinaria. En paralelo, Robin vio a la democracia venezolana desmoronarse bajo los ataques incesantes de Hugo Chávez y sus minions. Así perdió su segundo país. Emigró a Estados Unidos donde casi a los 70 años pudo de nuevo comenzar de cero e incluso fundar una escuela Montessori para niños de bajos recursos en el Bronx, la zona más pobre de Nueva York.

Las soflamas antiinmigrantes y machistas de Trump y sus secuaces, la censura de libros, el ataque contra el derecho al aborto, y el retroceso general de la civilidad, la han puesto en estado de alerta. Aunque todavía no puede votar en Estados Unidos, le aterra que esta democracia se encuentre también en jaque bajo el asedio de un demagogo inescrupuloso como Windrip y Chávez. Es una película que ya vio.

Ayer comentábamos en la sobremesa del almuerzo los ataques sexistas de Trump contra Kamala Harris: “incapaz, retrasada mental, estúpida, mentirosa”. Me entregó un artículo de Fintan O’Toole sobre el machismo trumpista en el The New York Review of Books: “[…] Viene específicamente de las profundidades de una cepa política misógina: el horror ante la mujer gobernante”. Es una línea de pensamiento muy antigua. Los griegos creían que tener a una mujer como regente era una perversión del orden natural. En otras palabras, lo que describe O’Toole sobre la elección de 2024, no es otra cosa que la vieja batalla de los sexos: la revancha del patriarcado contra el feminismo. Y el marco para entender porque se ha agudizado esta lucha en estos años tiene que ver tanto con las revelaciones del movimiento #MeToo como con la percepción entre las mujeres de que la sociedad estadounidense favorece más a los hombres.

Eso no niega que el trumpismo –una utopía ultraconservadora en lo social y anarcocapitalista en lo económico– sea también un proyecto retrógrado en los otros frentes: raza, migración, distribución de los ingresos.

“¿Puede pasar aquí?”, le pregunté a Robin cuando recogíamos los trastes. “!Está pasando!”, me dijo. Pero también lo puso en perspectiva. “Viniendo de dónde yo vengo [el viejo mundo y Escocia], la democracia de este país es relativamente joven. Muchos de los derechos son recientes. ¿Cuántos tiempo pasó antes que los negros fueran considerados iguales a los blancos ante la ley? La guerra de secesión no acabó con los horrores de la esclavitud. Un siglo pasó hasta Martin Luther King y el acta de derechos del voto. Ni hablar del derecho al aborto y otras aspiraciones de las mujeres”.

Mientras escribía esta columna, en la mañana del domingo, a 48 horas de la votación final, había en redes una auténtica guerra de encuestas que daban ganador a uno u otro candidato por solo un pelo de ventaja. La diferencia a favor de la democracia podría estar en manos de las mujeres. Son al menos 84,4 millones de mujeres votantes frente a 77 millones de hombres, según datos de 2022 de la Liga de votantes mujeres. Si un porcentaje mayor de ellas sigue el llamado de Kamala Harris, es posible que le den la presidencia. Como lo fue Roosevelt, Kamala se convertiría en la barrera de contención del fascismo. Pero, si los hombres se sienten agraviados por la economía global y la pérdida de jerarquía frente a las mujeres responden en masa a las clarinadas apocalípticas del movimiento MAGA, Trump será el ganador.

Es prematuro predecir un resultado, cuando lo único que se sabe es que hay un empate, pero una cosa es clara: como Robin, hay mucha gente que se ha activado políticamente. No es un consuelo de tontos, sino el anuncio de que la lucha por la democracia continuará, sea quien sea el ganador. Los que creían que la democracia estadounidense era inmune al fascismo han despertado.

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