Lo extraordinario se ha vuelto normal en la campaña por la presidencia de Estados Unidos. El video de Donald Trump hablando antes miles de sus simpatizantes en Carolina del Norte no llamaría tanto la atención si no fuera por el muro transparente a prueba de balas que circunda al expresidente. En los últimos meses, dos veces han tratado de asesinar al candidato republicano a la presidencia y los agentes del Servicio Secreto ya no lo dejan hablar en público sin esa protección.
Trump se salvó por milímetros de ser asesinado cuando Thomas Matthew Crooks le disparó durante un evento de campaña en Butler, Pennsylvania, el 13 de julio. Una de las balas hirió al expresidente en la oreja derecha. Semanas más tarde, Ryan Routh fue detenido antes de que pudiera disparar con un rifle a Trump en su campo de golf de Mar-a-Lago en West Palm Beach, Florida. No hay ninguna vinculación entre los dos pistoleros y tampoco existe ninguna evidencia de interferencia de grupos o Gobiernos extranjeros.
Pero ambos atentados —y los constantes ataques personales en la campaña presidencial— sugieren que la retórica política ha cruzado a terrenos muy peligrosos en Estados Unidos. Trump ha culpado a los demócratas de crear un ambiente de violencia política al acusarlo de ser una “amenaza para la democracia”. Pero el expresidente nunca ha reconocido que perdió, y por mucho, las elecciones del 2020.
En una ocasión, durante un viaje a Texas en junio de 2021, le pregunté a Trump que cuándo iba a reconocer su derrota. “Nosotros ganamos la elección”, me dijo falsamente. Luego se dio media vuelta y se fue. Eso es lo que en Estados Unidos se llama “la gran mentira”. A pesar de todas las evidencias, una tercera parte de los estadounidenses aún cree que Joe Biden es un presidente ilegítimo, según una encuesta de The Washington Post.
Y si bien en el Partido Republicano hay un candidato que es un loser pero que se rehúsa a reconocerlo, en el Partido Demócrata ha habido una verdadera rebelión. Los de abajo le ganaron al de arriba. Tras su desastrosa e incoherente participación en un debate presidencial con Trump, el presidente Joe Biden, de 81 años, fue presionado por los líderes de su partido a renunciar a la candidatura presidencial. Nunca había ocurrido algo así.
Esto abrió la posibilidad de que Kamala Harris se convierta en la primera presidenta de Estados Unidos. Hillary Clinton lo intentó en el 2016, pero, a pesar de lo que decía la mayoría de las encuestas, perdió ante Trump. Harris no ha concentrado su campaña en el hecho histórico de que, por primera vez en dos siglos y medio de democracia, una mujer podría llegar a la Casa Blanca. Aunque en muchos de sus discursos sí habla en defensa del aborto y de los derechos reproductivos de las mujeres.
El mensaje de Harris es claro: ningún Gobierno tiene por qué meterse con el cuerpo de las mujeres. Harris se dio a conocer a nivel nacional cuando era senadora en el 2018 y le preguntó a un juez nominado a la Corte Suprema —Brett Kavanaugh— si él conocía de alguna ley que le daba al Gobierno el poder de decidir sobre el cuerpo de los hombres. El juez no supo qué contestar.
Esta elección está, todavía, muy lejos de decidirse y las encuestas caen invariablemente en el margen de error. Y para complicar las cosas, todo esto ocurre en un mar de desinformación. Las redes sociales, los canales de streaming y los sitios de internet prácticamente se han dado por vencidos en sus intermitentes y débiles intentos por controlar las inundaciones de información falsa. La idea del fact-checking, que es fundamental en el buen periodismo, está limitada a esos medios que se toman con seriedad el asunto de la credibilidad.
Y ahora, con la inteligencia artificial, es muy difícil diferenciar lo que es cierto y lo que es mentira. Nadie se salva. Les cuento algo a nivel personal. Hace poco encontré en la internet unos anuncios que usaban mi imagen y mi voz para vender unas píldoras para la vitalidad, productos de marihuana y un servicio para recibir miles de dólares del Gobierno. Todo es falso. Pero me fue imposible dar con los creadores de esos fraudes y me limité a poner un aviso de precaución en mis redes sociales.
A nivel político y electoral, el asunto de la desinformación es mucho más complicado. Hace unos días, durante el debate presidencial entre Harris y Trump, el expresidente dijo que los inmigrantes haitianos en Springfield, Ohio, se estaban comiendo los perros y gatos de sus residentes. Esa es una mentira. No hay ninguna evidencia al respecto.
Sin embargo, esa versión falsa se ha repetido millones de veces a nivel digital y no existe ningún esfuerzo colectivo para eliminarla de las plataformas. Con los perros y gatos de Springfield comienza una era en que el único censor o regulador es el propio consumidor de contenidos. Los Gobiernos y las grandes empresas se han lavado las manos. Y por eso el futuro es aún más incierto.
Cubro elecciones en Estados Unidos desde 1986 y nunca me había tocado algo así. En esta extrañísima elección —con dos atentados, un candidato que niega resultados electorales, una candidata que le quitó el puesto al presidente pero que puede hacer historia y mucha desinformación— tiene que responderse una pregunta: ¿qué tipo de nación quiere ser Estados Unidos?
Las opciones nunca habían estado más claras y divergentes. Por un lado está el país multiétnico, multicultural, diverso y abierto a los inmigrantes que propone la campaña de Harris, una afroasiática nacida en California de madre de la India y padre de Jamaica. Por el otro está Trump, con su mensaje autoritario y nacionalista, proponiendo deportaciones masivas y nuevas tarifas a las importaciones, y su promesa de regresar a Estados Unidos a una era de poder y gloria.
La Oficina del Censo nos da una idea de hacia dónde vamos. Para el 2050 los blancos anglosajones dejarán de ser la mayoría y todos los grupos —blancos, latinos, negros, asiáticos e indígenas— serán minorías. El futuro es de colores.
Pero por el momento, en esta extraña elección, Estados Unidos es un país que se ha quedado sin puentes.