Por Freddy Gozalez
-Hoy, con 73 años, estoy aquí, igual que el bambú, batido por el tiempo y las dificultades, con incontables errores cometidos en el camino, pero con los mismos principios que asumí en mi juventud-
Después del secuestro del agregado aéreo de la embajada estadounidense en el país, coronel Donad Joseph Crawley, en marzo de 1970, y consumada la primera reelección de Joaquín Balaguer en mayo de ese mismo año, la represión y los asesinatos de los principales dirigentes y cuadros del Movimiento Popular Dominicano (MPD) se acrecentó de tal manera que en menos de un año fueron asesinados dos secretarios generales: Otto Morales Efres y Roberto Figueroa Taylor (Chapó). Igual suerte había corrido el miembro del comité central Amín Abel Hasbún; otros tres miembros del Comité Central habían sido apresados: Rafael Taveras Rosario (Fafa), Moisés Blanco Genao y Édgar Erikson Pichardo, estos últimos detenidos junto a los dirigentes Julio de Peña Valdez, Rafael Báez Pérez (Cocuyo), Onelio Espaillat Campo y Luís Elpidio Sosa.
Es evidente que el MPD fue colocado en el blanco principal de la represión y persecución de los organismos de inteligencias, tanto locales como extranjeros, lo que obligó al partido a tomar un conjunto de medidas para salvaguardar la estructura y la vida de los que habíamos escapado a esa orgía de sangre desatada contra los emepedeistas.
En medio de esa terrible situación, en el mes de Julio del año 1971 el partido decidió moverme a Santiago. Como miembro del Comité Regional Norte, conformado por Miguel Ángel Muñiz Arias, Juan Ángel Santos Peña (Negro), Lorenzo Vargas (El sombrero) y yo, bajo la dirección de Jorge Pueblo Soriano (El Men), días después fue elevado a ese organismo el camarada Rafael Chaljub Mejía, decisión que fortaleció, cohesionó y prestigió esa dirección regional.
Tanto Miguel Ángel Muñiz como Lorenzo Vargas (El Sombrero), fueron trasladados a Santo Domingo por motivos de seguridad.
El camarada Chaljub quedó encargado de Santiago, Puerto Plata y la Línea Noroeste; Negro Peña de todo el Cibao Central, a mí me tocó la región del Nordeste, con San Francisco de Macorís como sede principal.
Mi llegada a San Francisco coincidió con el desembarco del coronel Francisco Alberto Caamaño Deño, Presidente de la República en armas en 1965, hecho acaecido el 2 de febrero del 1973 por playa Caracoles, por lo que la represión y terror del funesto régimen de los doce años no se hizo esperar en un pueblo con una tradición rebelde, donde las fuerzas revolucionarias trataron de extender la revuelta de abril.
En San Francisco, como en todo el país, la llegada del coronel Caamaño fue una sorpresa, no obstante, se hicieron aprestos de solidaridad con el mártir de Nizaíto que no pasaron de algunas movilizaciones, pero que enfurecieron a las autoridades policiales que dirigía el entonces coronel Virgilio Payano Rojas, secundado por el teniente del Servicio Secreto de la Policía Nacional Francisco Amézquita, desataron una represión que costó la vida al estudiante universitario y militante de la desaparecida Línea Roja del 14 de Junio, William Mieses.
Esa muerte produjo, el 4 de Julio del 1973, una de las mayores huelgas política que se le realizó al régimen de los doce años, exigiendo la salida del coronel Payano Rojas y el teniente Amézquita, cosa que se logró después de tres días de un paro que se extendió a todos los pueblos del Nordeste y que cientos de efectivos policiales y militares, incluidos los cazadores de Constanza, no pudieron aplacar y cuya solución fue producto de una negociación con el entonces vice presidente de la República, Carlos Rafael Goico Morales.
A partir de ese hecho, pasé a ser el principal objetivo de los organismos represivos del régimen en esa zona, dirigido por el coronel Jorge Melitón Valdera, sustituto de Payano Rojas, y el 12 de octubre de 1973 a tres meses de la huelga, el Servicio Secreto (SS) de la Policía, cercó el centro Universitario Regional del Nordeste (CURNE), con 10 de sus agentes, entre cuyos integrantes había un cabo apodado Tranquilízalo, con fines de apresarme, los cuales me detuvieron en la calle El Carmen, entre las calles Ing. Guzmán y calle Duarte, quienes no me ejecutaron por la intervención de mi amiga y periodista Altagracia Paulino, a quien le debo la vida. Ella se interpuso entre el cabo y yo, al que le dijo: «Aquí no lo van a matar como hicieron con William Mieses».
Ya el cuartel de la policía de esa época quedaba frente al parque Duarte, donde escuché una voz que preguntó: ¿y lo trajeron vivo?
La crispación de la situación por las movilizaciones estudiantiles hizo que antes de las 48 horas me trasladaran a Santo Domingo.
El jefe policial era Guzmán Acosta, oriundo del municipio de los Hidalgos, provincia de Puerto Plata, lugar donde mí tía abuela Pola Rojas viuda Martínez, hermana de mi abuela Margarita Rojas, matrona del lugar, la cual le pidió al general consideración con mi persona, pedimento cumplido por este, no sin antes decidir que sería sometido a la justicia.
El jefe del Servicio Secreto era el coronel Luís Arseno Regalado, quien no me maltrató físicamente, pero me mantuvo 17 días en la misma solitaria en la que estuvo nueve meses el inmenso camarada Julio de Peña Valdez, cosa que me daba fortaleza Ideológica al ver que solo tenía días donde este gigante duró meses firme como un roble.
El interrogatorio giró en torno a los demás miembros del MPD, las armas del partido y otras sandeces, pero nunca sobre el hecho que finalmente se me acusó. Autor de la muerte de un miembro de las Fuerzas Armadas junto a dos compañeros del MPD, el dirigente sindical Rufino Álvarez (Fufo) EPD, y Alexis García Núñez, hecho por el que la PN previamente había sometido a los miembros de la antigua Banda Colorá, lo que enfureció a los familiares de la víctima, los cuales pidieron nuestro descargo en el juicio, cosa que también hizo el Ministerio Público.
Pero que el «honorable juez» de la Segunda Cámara Penal, llamada por la mayoría de los reclusos de la victoria como «la cámara de gas», Sergio Rodríguez Pimentel, quién antes había desempeñado la función de consultor jurídico en los departamentos de Crímenes y Servicio Secreto de la PN, desestimó ese pedimento y nos condenó a 10 años a Alexis García Núñez y a mí, descargando a Rufino Álvarez, condena que denuncié por injusta y porque era la conducta «jurídica» de la justicia militarizada del Balaguerismo.
Denuncié, por medio de un documento, los cientos de años que el mayor policial Sergio Rodríguez Pimentel, en su rol de «juez», había sentenciado a decenas de presos políticos, por lo que se ganó el apodo de Torquemada, quien fuera el mayor inquisidor de la historia de la barbarie cristiana.
Tres años después, la Corte de Apelación de Santo Domingo nos descargó al no encontrar pruebas de los hechos que se nos imputaban.
Con la orden de libertad en las manos, fui llevado de la victoria al Palacio de la Policía, en donde de nuevo retornaron los interrogatorios, la intimidación y el acostumbrado: “en la próxima no la cuenta».
A 50 años de la mayor experiencia de mi vida, puedo afirmar que las cárceles dominicanas eran y siguen siendo, en gran medida, «cementerios de hombres vivos», que laceran el alma de los prevenidos y que en algunos de los casos los dejan como desechos humanos. Vi prisioneros quebrarse ante la represión física y psicológica del funesto régimen de los 12 años de Balaguer, que fueron los menos; pero puedo dar testimonio de fe, de la firmeza con que la mayoría de los miembros y dirigentes del MPD y otras organizaciones revolucionarias afrontaron todas las tentativas de las fuerzas represivas, de arrodillarlos y hacerlos renegar a sus convicciones.
Transcurridos 50 años de estos acontecimientos, quiero externar mi agradecimiento eterno a los que en San Francisco de Macorís me brindaron su apoyo y colaboración: a la Familia Lora Fajardo, Doña María Corona (EPD), Doña Olga Domínguez (EPD), Gisela Romero (EPD), Doña Filomena Pérez (EPD) y su hija Mildred Guzmán, al Dr. Germán García, del entonces PQD (EPD), al Dr. Manlio Minervino, del PRD (EPD) y su esposa Niove y, sobre todo, a la periodista y amiga Altagracia Paulino, a quien reitero, le debo la vida; a mi madre América González, quien nunca dejó de brindarme su apoyo desde la ciudad de Nueva York y cubrir mis necesidades; a mi hermano José Matías Rubiera González, a mi tía Ivelisse González, la que en ausencia de mi madre suplió su ausencia en los casi tres años de mi cautiverio; a mis primos Augusto César, Ivón y Olvín Domínguez González, los que sufrieron mi prisión. Y a todos mis amigos y camaradas que me brindaron su apoyo en esos días difíciles.
A los que compartimos en el penal de La Victoria la celda llamada » Macondo»:
Rafael Tavera Rosario (Fafa), Rafael Báez Pérez (Cucuyo), Julio de Peña Valdez (EPD), Moisés Blanco Genao (EPD), Luis Elpidio Sosa (EPD), Faruk Idelfonso Miguel castillo, , Vinicio Petronio Castillo (EPD), Franklin Winston Vargas Valdez (Platón), Edgar Erickson Pichardo, Carlos García y Gracia (EPD), Rafael Chaljub Mejía, Juan Ángel Santos Peña, Miguel Ángel Muñiz Arias, César feliz, Rafael Pérez Modesto, Hugo Amaury Feliz, Enrique Rivera Mejía y Francisco Antonio Santos (EPD).
A aquellos camaradas que se encontraban en las demás celdas del llamado hospital de La Victoria, como Eligio Antonio Blanco Peña, Esteban Diaz Jáquez (El Filo) (EPD), Luis Felipe Rosa, José Gabriel García Álvarez (Manolito), Luís Manuel Reyes Muñoz, Niño Paniagua, Héctor Fabal de la Rosa (Cara de gato) (EPD), Frank Moreno Frías y muchos otros más que escapan a mi memoria.
Mención especial a la barra de mi defensa, encabezada por los camaradas Dr. Virgilio Bello Rosa (EPD), Dr. Orlando Rodríguez (EPD) y el Dr. Frank Fuente (EPD), quienes batallaron en todo el proceso para probar nuestra inocencia y lograr nuestra libertad.
Medio siglo después, quiero repetir lo que le dije al «honorable juez” Sergio Rodríguez Pimentel, cuando después de pronunciar la sentencia de 10 años en mi contra, me preguntó,» ¿Usted tiene algo que decir?», y le contesté: “tengo 24 años de edad y esa sentencia no me doblegará ni me hará renegar a mis convicciones».
Hoy, con 73 años, estoy aquí, igual que el bambú, batido por el tiempo y las dificultades, con incontables errores cometidos en el camino, pero con los mismos principios que asumí en mi juventud y las raíces profundas que me han permitido seguir de pies, luchando y soñando con un mundo mejor: más justo y menos excluyente.