Por Luis Rodríguez Salcedo
¡Luces, cámaras, acción! El telón se alzó en Washington con toda la pompa de un reality show de alto presupuesto. Desde los primeros minutos, el espectáculo prometía drama, diplomacia y, por supuesto, dosis generosas de ego… del tamaño de la Torre Trump. En el centro del escenario: el presidente Donald Trump, anfitrión de la Casa Blanca, estrella auto proclamada del libreto global. Frente a él, el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa, con su sonrisa imperturbable y ese aire de quien ya ha sobrevivido a cosas peores que una cita con un magnate narcisista.
La visita tenía visos de emboscada diplomática. Trump, fiel a su estilo de productor de televisión más que de estadista, parecía dispuesto a usar cada minuto para convertir la ocasión en una audición pública donde el “líder del mundo libre” —él mismo, claro está— le diera una lección de “cómo se hacen las cosas” al presidente de una nación africana. El plan parecía sencillo: apabullar con cifras, impresionar con brillo y terminar con una foto en que Ramaphosa pareciera el invitado confundido que no sabe cómo llegó a esa oficina ovalada.
Desde el inicio, Ramaphosa jugó con calma. Con una voz serena y una mirada que parecía decir “ya esto lo he visto en Soweto con políticos más gritones”, fue sorteando preguntas incómodas, sonrisas condescendientes y los acostumbrados desvaríos verbales de su anfitrión. Trump, intentando desplegar su arsenal de superioridad, se refirió al “desastre” de Sudáfrica como quien habla de un país salido de una película de Tarzán… sin saber que Ramaphosa no solo sabía historia, sino que la había vivido y escrito con sus propias manos.
El sudafricano le habló de inversión, de desarrollo, de reconciliación. Trump, aparentemente distraído, sólo atajó cuando creyó que Ramaphosa podría estar ofreciendo algo material. “¿Y qué hay de tu avión presidencial?”, preguntó, con esa media sonrisa que suele preceder a sus bromas que sólo él ríe.
Ahí fue cuando Ramaphosa, con la precisión de un cirujano y el humor de un maestro zen, le respondió sin despeinarse: «Lo siento, presidente Trump, pero no tengo un avión para regalarle.»
Silencio. Una pausa larguísima. La sala de prensa contuvo la respiración. Trump no supo si reír, fingir que no entendió o cambiar de tema. Optó por mirar al techo, como si esperara que su avión privado descendiera a rescatarlo de esa respuesta afilada como lanza zulú.
Ramaphosa no levantó la voz. No hizo aspavientos. Pero en ese momento, había ganado el round. Con una frase corta, desactivó el show, recordó al mundo que la dignidad no se negocia, y demostró que la diplomacia africana sabe cuándo callar… y cuándo clavar una lanza con una sonrisa.
Corte final. Fundido a negro.
Y en la banda sonora, tal vez una vieja canción de lucha que diga:
“No tenemos aviones… pero tenemos dignidad.”