Familiares de los deportados que la Administración Trump entregó al presidente salvadoreño Nayib Bukele han salido a defender a sus seres queridos, asegurando que no son criminales ni delincuentes.
«No todo el mundo pertenece al Tren de Aragua», claman, como si esa fuera la única vara con la que se mide la santidad en estos días. Según ellos, los deportados son víctimas de un sistema injusto que los etiquetó sin pruebas, enviándolos de vuelta a El Salvador a enfrentar la implacable mano de Bukele, quien no precisamente los recibió con flores y mariachis.
Oh, qué sorpresa tan inesperada: familiares diciendo que sus parientes no son malos. Es casi tan conmovedor como un culebrón de mediodía, con lágrimas incluidas y todo. «No todo el mundo pertenece al Tren de Aragua», dicen, como si eso automáticamente convirtiera a los deportados en candidatos al Nobel de la Paz. Claro, porque si no estás en una pandilla transnacional de moda, entonces seguro eres un ciudadano modelo, ¿verdad? Aquí no hay espacio para grises: o eres un angelito incomprendido o un capo del crimen organizado.
Y luego está el detalle jugoso: la Administración Trump los puso en las manos de Bukele, el autoproclamado «dictador cool» de El Salvador, que tiene fama de no andarse con rodeos cuando se trata de «limpiar» las calles. ¿Qué esperaban los familiares? ¿Que los recibieran con una fiesta de bienvenida y un subsidio? Suspira uno de incredulidad ante la ingenuidad —o el descaro— de pensar que el sistema iba a mirar con lupa cada caso antes de estampar el sello de «deportado».
Pero, en fin, aquí estamos, con las familias pintando a sus deportados como mártires de un malentendido global, mientras el resto del mundo se pregunta si el Tren de Aragua está contratando o si simplemente es el chivo expiatorio de turno. Qué tiempos tan interesantes, ¿no?.
LRS