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Los más de 1.000 kilómetros de distancia entre Atlanta y Filadelfia no son nada comparados con la diferencia que separa los dos debates de la actual campaña presidencial. Informativamente, adjudicar la victoria a alguien en un duelo de esta clase suele ser delicado, porque implica pisar el peligroso territorio de la valoración. En esta campaña, sin embargo, no ha habido dudas. En el primero, Joe Biden cayó noqueado por sí solo frente a Donald Trump. En el segundo, Kamala Harris puso contra las cuerdas al expresidente.
La historia del primer debate es bien conocida. Biden tenía la voz tomada, tuvo lapsus mentales y titubeos constantes en Atlanta. A los 15 minutos, el presidente ya había perdido. Nunca un debate presidencial estadounidense había tenido tanta trascendencia. Forzó la retirada de Biden de la carrera de la reelección y abrió paso a Kamala Harris, que tomó el testigo aupada por una ola de entusiasmo desbordante (y sorprendente, teniendo en cuenta la impopularidad de la vicepresidenta hasta ese momento).
El duelo de este martes es otra historia. No cabe duda de quién ganó: hay unanimidad en las encuestas relámpago y en las opiniones de los expertos. Kamala Harris acorraló a su rival, le puso a la defensiva, colocó sus mensajes y ejerció de fiscal bien entrenada que sometió a sus acusaciones a un rival que mordió todos sus anzuelos. Atacar su ego se convirtió en una fórmula mágica para descentrarle. Sin embargo, su efecto sobre los votantes es mucho más incierto.
Que Harris había ganado era bastante obvio, pero la confirmación llegó cuando, poco después del debate, Trump apareció por sorpresa en el spin room, el espacio anexo a la gigantesca sala de prensa del centro de convenciones cercano al escenario del debate donde políticos de uno y otro partido tratan de colocar sus mensajes e influir en la percepción de los periodistas.
Después de su victoria de Atlanta, Trump desapareció y dejó que los demócratas se cocieran en su propia salsa. Era obvio que había ganado y no necesitaba convencer a nadie. En cambio, en Filadelfia, de repente, el servicio secreto empezó a montar un pequeño perímetro de seguridad y, sin previo aviso, por allí apareció el expresidente con su inconfundible estampa y su larga corbata roja. Enseguida los periodistas se amontonaron lo más cerca posible del presidente.
Contemplado desde primera fila, a apenas un par de metros de distancia, el presidente parecía decir una cosa con las palabras que pronunciaba y otra con su lenguaje no verbal, o quizá más exactamente, con su mensaje subyacente. “Creo que ha sido el mejor debate de mi vida”, repetía una y otra vez, mientras exhibía encuestas de andar por casa (meras votaciones en redes sociales lanzadas por sus seguidores) para asegurar que había ganado. En alguien que ni siquiera admite que perdió las elecciones de 2020, cuanto más decía que había ganado el debate, menos creíble resultaba. Trump no admite la derrota. Daba la impresión de querer salvar la cara.
La guinda llegó cuando afirmó que los moderadores de ABC News, Linsey Davis y David Muir, habían sido “muy injustos”. En Atlanta, Trump felicitó a los moderadores de la CNN. Aquí, protestó diciendo que había sido un debate de “tres contra uno”. El equipo que gana no se suele quejar del árbitro.
Lo que los moderadores hicieron fue rebatir algunas de las afirmaciones más descabelladas de Trump, como cuando hablando del aborto sostuvo que hay Estados demócratas que permiten ejecutar a los recién nacidos. “No hay ningún Estado en este país en el que sea legal matar a un bebé después de nacer”, replicó Davis.
Los medios han contado más de 30 falsedades en boca del expresidente, de las que los moderadores corrigieron una mínima parte. Quizá el momento que pasará a la historia de los debates presidenciales estadounidenses es cuando Trump, haciéndose eco de un bulo difundido en las redes sociales, afirmó en referencia a los inmigrantes: “Los que han entrado se están comiendo a los perros, se están comiendo a los gatos. Se están comiendo a las mascotas de la gente que vive allí. Esto es lo que está pasando en nuestro país, y es una vergüenza”. En esta ocasión la réplica correspondió a David Muir: “No ha habido informes creíbles de reclamaciones específicas de mascotas que hayan sido dañadas, heridas o maltratadas por individuos de la comunidad inmigrante”, dijo, citando a las autoridades locales. Trump insistió por dos veces en la idea, pero el moderador no se arredró y volvió a replicarle en ambas.
La clave de la victoria de Harris, sin embargo, es que hizo morder a Trump el anzuelo una y otra vez con sus intencionadas provocaciones, algunas apuntando directamente a su ego. Está claro que Harris lo llevaba preparado. En el bloque de inmigración, logró desviar la atención del presidente hiriendo su orgullo. “Voy a hacer algo realmente inusual. Voy a invitaros a asistir a uno de los mítines de Donald Trump. Porque es algo realmente digno de ver”, dijo Harris mirando directamente a la cámara, como dirigiéndose a la audiencia. “En sus mítines habla de personajes de ficción como Hannibal Lecter. Hablará de que los molinos de viento provocan cáncer. Y lo que también notaréis es que la gente empieza a abandonar sus mítines antes de tiempo por cansancio y aburrimiento. Lo único de lo que no le oiréis hablar es de vosotros. No le oiréis hablar de vuestras necesidades, vuestros sueños y vuestros deseos, y os diré que creo que os merecéis un presidente que realmente os ponga en primer lugar, y os prometo que lo haré”, dijo la vicepresidenta.
Trump no soporta que le consideren aburrido. “La gente no abandona mis mítines. Tenemos los mítines más grandes, los mítines más increíbles de la historia de la política”, reaccionó de forma casi infantil con una nueva hipérbole.
Pero es que Trump fue cayendo en todas las trampas que le tendía Harris. Como cuando le dijo que los líderes extranjeros le consideraban “una vergüenza” y el expresidente recurrió a Viktor Orbán como argumento de autoridad. O cuando ante su negativa a admitir su derrota de 2020 afirmó que “81 millones de estadounidenses le habían despedido”, en referencia a los votantes de Biden, y dejó una nueva puya: “Está claro que le está costando mucho asimilarlo”. Harris desvió las críticas a la retirada de Afganistán recordando que el expresidente recibió a líderes talibanes en Camp David y el republicano se enredó en justificarse. La demócrata también subrayó que Trump era multimillonario por herencia y que llevó varias empresas a la quiebra y citó a algunos de sus antiguos colaboradores que le descalifican.
Con esos y otros ataques, Trump se pasó casi todo el debate a la defensiva, enfadado, levantando la voz por momentos, sin acertar a contraatacar con eficacia. Se notó mucho que Harris tenía el debate concienzudamente preparado. Rozó la perfección técnica en su ejecución, mostrándose calmada y confiada, despejando los temas espinosos —aun a costa de dejar preguntas sin contestar—, colocando los mensajes que quería y sembrando el debate de emboscadas al rival. Trump pecó de exceso de confianza. Esa política a la que había calificado de “poco inteligente” o directamente “tonta” o “estúpida” le estaba pasando por encima.
Lo que es indudable es que el debate de Filadelfia fue más vivo, entretenido y emocionante que el de Atlanta. La gran duda ahora es si habrá un tercer debate. Harris se muestra dispuesta. Trump, no tanto.