Por Inés Aizpún
-Ocho millones de exiliados, el costo humano del autoritarismo chavista-
La dictadura venezolana, además de robar las elecciones a la vista del mundo (excepto a la de los empecinados habituales) ha empobrecido uno de los países más ricos del continente hasta límites de difícil retorno.
Según datos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el PIB venezolano en 2023 fue de 61, 4 mil millones de dólares. El de República Dominicana, 106, 3 mil millones dólares según la misma fuente (y sin petróleo).
El futuro no pinta bien: ocho millones de ciudadanos son hoy forzosos exiliados políticos, económicos o desplazados por desesperanza o miedo. A los gobiernos de Colombia, México, Nicaragua, Cuba y demás aliados del chavismo -por omisión o por acción- les cabe la corresponsabilidad por la tragedia del pueblo venezolano. Ponerse del lado de los dictadores o callarse es más cómodo pero es una cobardía imperdonable. ¡Y lo hacen bajo la etiqueta de progresistas!
Retuercen las palabras hasta desdibujar los límites no de la ideología, sino de la decencia. Llaman progresismo a posturas fascistas y tachan de extrema derecha a cualquier demócrata. (Usted puede detestar al «Imperio» y lo que representa pero todavía ser una persona decente.)
Hoy parecería que Corina, Edmundo González y los presos políticos de los que no conocemos el nombre han perdido la guerra. Pero es una batalla. Los dictadores finalmente caen aunque algunos mueran en la cama.
Duele también la complicidad de la izquierda burguesa española. Que Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores del partido de extrema izquierda Podemos impartiera hace unos días una «conferencia magistral» sobre derechos humanos en el centro de torturas el Helicoide, en Caracas, es repulsivo. También «es» progresista, por supuesto.
Y así entramos en segundo cuarto del siglo 21: con la izquierda pensante y necesaria desaparecida. Se la tragó el otro fascismo.