Por Luis Rodríguez Salcedo
Desde hace un tiempo, hay una palabra que suena más en los noticiarios que el “ay, mi madre” en las telenovelas: arancel. Y es que, aunque suene a nombre de medicamento («Doctor, creo que tengo bajo el arancel»), se trata de un instrumento económico que puede causar más dolores de cabeza que una suegra sin filtro.
Para quienes aún no lo saben (y no los culpamos), un arancel es simplemente un impuesto que se pone a los productos que vienen de fuera. En otras palabras, es como si al jamón importado le cobraran la entrada al país, como si fuera a una discoteca exclusiva: “¿Usted es de Italia? Pues son 20% de impuesto o no entra”.
Pero si hay alguien que ama los aranceles más que un niño ama el WiFi, ese es Donald Trump. Él no solo los defiende, los abraza, los acaricia y les canta baladas. En una ocasión llegó a declarar que “tariff” (arancel en inglés) es “una de las palabras más bonitas del idioma”. Sí, para él “tariff” es poesía. Mientras otros se emocionan con Shakespeare, Trump se derrite con palabras de aduanas.
Su amor por los aranceles fue tan intenso que se desató una auténtica guerra comercial, sobre todo con China. Imagínense a dos gigantes económicos lanzándose facturas uno al otro: “¿Ah, tú me subes el arancel al acero? ¡Pues yo te lo subo al tofu y los celulares!”.
Y como en toda guerra, los que terminan pagando los platos rotos son los ciudadanos comunes. Porque al final, cuando suben los aranceles, los productos importados se encarecen, y uno termina comprando menos queso suizo y más queso criollo con hoyitos hechos a cuchillo.
En fin, los aranceles son como los ex: cuando están lejos, uno está tranquilo; pero cuando vuelven, te sacuden la economía.
Así que, la próxima vez que escuche la palabra «arancel», no piense solo en comercio internacional. Piense en Trump, sus delirios románticos con los impuestos, y en cómo una sola palabra puede causar tanto drama como una temporada entera de House of Cards.
