Por Luis Rodríguez Salcedo
Desde la sala de espectáculos geopolíticos, llega otro capítulo del show económico más impredecible del hemisferio occidental: Donald Trump arremete contra China… otra vez. Esta vez, con aranceles recargados, discursos patrióticos y un desfile de banderas que haría llorar de emoción al más acérrimo nacionalista.
Durante la ceremonia del «Día de la Liberación» —que suena más a estreno cinematográfico que a evento político serio— el expresidente y aspirante eterno Donald Trump anunció una nueva ronda de aranceles, esta vez con sabor a revancha. China, su eterno antagonista comercial, se lleva el premio mayor: una tarifa del 54 %, cortesía de un ajuste sobre el ya sabroso 20 % anterior.
Pekín, por supuesto, no se quedó de brazos cruzados. En respuesta, impuso sus propios aranceles, y en un giro que no sorprende a nadie, Trump acudió a su cuenta de Truth Social, ese oasis de verdades alternativas, para gritar su versión de los hechos al mundo:
“China jugó mal, entraron en pánico, ¡lo único que no pueden permitirse!”
Y uno no puede evitar preguntarse: ¿quién está realmente en pánico? ¿El país que responde con medidas similares o el líder que anuncia sanciones como quien lanza tuits incendiarios antes del desayuno?
Trump, fiel a su estilo, convierte una medida comercial en un espectáculo político. Lo suyo no es gobernar, sino espectacularizar. Es como si los aranceles fueran fuegos artificiales en una feria populista, y el pueblo, hipnotizado por los destellos, no alcanza a ver que al final la cuenta la pagan ellos: precios más altos, mercados más tensos y una economía que camina por la cuerda floja del “patriotismo fiscal”.
¿Y la economía mundial? Ahí está, observando desde el banquillo, preguntándose si algún día los adultos volverán a la sala de control.
Más allá del ruido mediático y las frases altisonantes, la realidad es que los conflictos comerciales entre potencias no se resuelven con orgullo ni con bravuconadas, sino con diplomacia, análisis y visión de largo plazo. Medidas como estas no solo afectan a las grandes economías: sus ondas expansivas llegan hasta los países más pequeños, encarecen productos, alteran mercados y generan incertidumbre global.
Los líderes del mundo —y especialmente quienes aspiran a dirigirlo— deberían recordar que el verdadero poder no reside en imponer, sino en construir. Y en estos tiempos convulsos, ya no se trata de quién grita más fuerte, sino de quién es capaz de escuchar mejor.
LRS