Dinorah Coronado es una de las escritoras que sera homenajeada en la VIII Feria del Libro de Latin American Heritage – LACUHE, entidad que preside la poeta Gladys Montolio, conjuntamente con el escritor colombiano, John Estrada, tiene como lema: «Leer te transforma a una aventura sin fin».
La Feria tendrá su sede en la ciudad de Nueva York, los días 4. 5 y 6 de abril del presente año, en la sede de la Dirección de Cultura Dominicana en el Exterior, ubicada en la 2406 Avenida Amsterdam, Manhattan, NY cuarto piso, presencial y virtual.
Dinorah Coronado es nativa de la ciudad de La Vega, República Dominicana, no tuvo libros en su casa, al igual que el grande poeta petromacorisano Norberto James Rawlings; su encuentro con el maravilloso mundo de los libros se produce cuando ingresa a la Escuela Normal Félix Evaristo Mejía, en cuya biblioteca, le prestaban libros para llevar a domicilio y se convierte en una lectora voraz; se gradúa de Maestra, es poeta, ensayista, narradora, escribe para los niños, cuentos, novela y teatro. Ha sido laureada en su país y en el extranjero.
«Olor a Nueva York» es una colección de 29 cuentos ambientados en la Gran Manzana sobre el ‘sueño americano’de la mayoría de los inmigrantes de la ‘Ciudad del mundo/ ciudad del hielo/ ciudad de la roca/ ciudad de las oportunidades/ ciudad de la sonrisa/ ciudad desnuda’/ ….” (Héctor Rivera)
«Odisea» es un relato cargado de humor y revelador de hasta dónde una persona es capaz de sacrificarse con tal de obtener la residencia en Nueva York; comer a hurtadillas de la comida de su paciente la vieja Marta, estrictamente prohibido por la agencia de empleos compartir la comida; las exigencias de su familia en su patria para que envie dinero para el hermano enfermo; (en RD las remesas oscilan entre 5% y 7% del PIB producto interior bruto, buen negocio que la gente se vaya, verdad? ); además su hermano quiere que le busque una ciudadana para casarse, eso cuesta hasta quince mil dólares y detalla su matrimonio por negocio con un italiano, el cual no quería mostrar su cuerpo a ninguna mujer, quizás a un hombre, siiii, ella tiene que sacrificarse ya que quería dinero para ir a visitar a su madre a la tierra de Pavarotti…
Miches, punto de partida hacia lo «desconocido maravilloso», inenarrables las peripecias y los avatares a enfrentar de nuestros paisanos; falsificación de la identidad personal, tener que trabajar duramente para pagar acuerdos de matrimonios, simulaciones, vivir la soledad, etc.
Agradecemos a la maestra Dinorah Coronado por regalarnos una historia tan hermosa inspirada por los aborígenes algonquinos que la lleva a la historia de los nuestros: Caonabo, Anacaona, Enriquillo, Guacanagarix, no he podido resistir la tentación de compartirla pulsando mis dedos sobre el teclado, pues siento que es una historia que todos debemos conocer a través de la creatividad literaria de la señora Coronado, con su permiso y con perdón por los derechos reservados que son sagrados. Espero nos disculpe. Llevar a nuestros estudiantes al conocimiento de nuestra historia aborigen a través de este cuento pienso sería muy útil.
LEYENDA DE LA CAOBA, de Dinorah Coronado
En New York escuché una noche hablar de los indios algonquinos. Es asombrosa la venta de la isla de Manhattan a los holandeses en el año 1626, por esos aborígenes. Se dice que los exploradores pagaron unos 24 dólares. Estos indígenas se alojaron en la ribera del río Hudson, el rio que bordea mi entorno. Su jefe era el sachem; las mujeres tenían derecho al voto y a participar en las funciones del gobierno.
Me fui a la cama con las imágenes de sus cultivos, vestimentas, leyendas y ritos. Entonces al levantarme se interpuso la historia de los indígenas de mi tierra, sus recuerdos e impresiones me revelaron la odisea de Nacarí y su tía Cayama.
Cayama iba detrás de mí, callada, arrastrando los pies, tropezando con los arbustos, conchas, pedazos de arcillas, como si le hubieran insertado hierro. Ya su cuerpo encorvado era un solo movimiento. No se resistió al destino que le habían trazado los dioses.
Me detuve a varias leguas, debajo de la caoba que había sembrado mi madre. Embarre a la tía con el último zumo de bija para que los mosquitos no la picaran. Le entregué un macuto con un calabazo lleno de agua y dos tortas de casabe. La acosté en la hamaca, debajo de la mata de caoba, ya temblorosa, con los ojos nublados. Sacudí las ramas, de las cuales cayeron decenas de flores blancas y le colgué el cemí con la imagen del Gran Espíritu.
“Tía Cayama. Loquo te ha destinado a morir antes del huracán. Descansa en paz”, le dije apenada.
La resignación se pintó en el semblante de Cayama. No emitió gemido alguno. A los pocos minutos abrazó su amuleto, cerró los ojos y se preparó para entregar su alma al Gran Espíritu que la miraba desde el cielo.
Tía había sido la única sobreviviente entre sus parientes cercanos, quienes lucharon contra los caribes. Me había enseñado a cocinar los víveres de la tierra, a sacar el zumo de la bija y a asar el pescado con los charamicos de guayaba.
Ella me contaba tantas historias, como esa de que una vez la isla estaba habitada por hombres. Pero llegaron unos seres asexuados, resbaladizos. Los ataron de pies y manos a cuatro árboles y buscaron al pájaro inriri; lo acercaron al lugar donde debía estar el sexo y luego de picar, como si fuera en un su tronco de árbol, se formó la naturaleza de la mujer. Así les servimos de compañía a los hombres.
Con tía Cayama compuse los más poéticos areitos y elaboré los licores más deliciosos. “Tía Cayama no debiera morir en el monte como los demás ancianos. “Ella ha sido la pionera de esta tribu”, le decía yo a mi marido Guacano.
Recuerdo que Cayama fue amante de Cayacoa, nuestro bravo cacique de Higuey. Su esposa fue enterrada viva a la muerte de él. Tía se libró de esa muerte. Loquo la protegió para que pudiera cuidarme, pues quede huérfana por el rapto de mis padres. Dicen que podrían estar vivos en un palacio al otro lado del mar. Le pido a Loquo que los cuide.
Con tía aprendí a cargar las bateas cuando recogíamos la arena dorada para entregarla a los hombres blancos. Amasábamos el barro, regalando oraciones a Loquo, mirando al Turey, hacia donde irán nuestras almas. Con la arcilla fabricamos el burén, donde asábamos los dajaos, guabinas y carites. También tejíamos hamacas con bejucos y las colgábamos de los higüeros. Tía me enseñó a saborear el caimito el cajuil, y la guanábana.
Los días soleados nos bañábamos en un profundo charco, en el rio Yuna. Uno de esos días en que recogía mazorcas de maíz, un hombre blanco, con barba copiosa, y ropa distinta a mi enagua, me persiguió como un tiburón. Corrí, me escondí entre las ramas de una ceiba. Me lancé al charco y nadé hasta el fondo. Parece que él sintió miedo de la profundidad y se alejó. No se lo conté a Guacano para que no se desatara la guerra en el cacicazgo; pues, aunque nuestros arcos y flechas son potentes, sus armas son mortales. Yo no quería ver morir a ninguno de los nuestros. Desde ese día, tía me acompañaba al arroyo. Se escondía entre los matorrales, como hurón al acecho y si alguien se acercaba le disparaba un flechazo certero.
Desde que a tía se le pintó la muerte en el cuerpo, Guacano no ha sabido qué hacer con mi tristeza. Me siento desganada. Escondo mis ojos. Rechazo sus caricias. Anoche me dijo:
“Nacarí, le pediré al behique su intervención para que fumes su pipa y te dé resignación. Aunque es para los hombres, quiero que hagas una excepción contigo. Tú debes entender que nuestros ancianos están destinados a morir solos en los montes, sin la compasión de los demás. Así murieron mis padres, los abuelos, bisabuelos; todos nuestros antepasados.
Con el ritual de la cohoba, te proveerán la paz que necesitas. Ya verás”.
Al anochecer, cuando el viento sacaba la caoba de raíz un enjambre de cocuyos revoloteaba en mi hamaca, sentí un gran estremecimiento, todavía adormecida por el humo que penetro en mis pulmones, en mi cabeza. “Acaba de morir Cayama”, pensé.
Entonces soñé que siete enanitos del monte le habían cortado la cabeza a la tía. La cabeza llegó sola a Bonao. “¿Por qué rehúyes, Nacarí; sientes vergüenza de mí? me preguntó ella.
Ante tal situación le pedí crear el arco iris. La cabeza se convirtió en una hermosa flor de caoba. Entonces me ordenó traerle siete bollos de fibras de diferentes colores. Tiró desde la tierra los hilos, uno a uno, los cuales se engancharon en el Turey. Entonces los hilos bajaron nuevamente a la tierra y nos bañaron de colores. Así creo tía el arco iris y lleno mis sueños de vida y amor.
Celebramos con Dinorah Coronado, una escritora, dramaturga apasionada de su quehacer, una maestra 24/7, parabienes que disfrutes plenamente, la Feria del Libro LACUHE dedicada a tu obra, a tu vida.
Comparto el poema que dedica a esa gran ciudad cosmopolita y diversa.
NEW YORK
En tus colinas, soy reina bohemia
inicio, final, aventura, leyenda
sendero donde renazco, sueño.
En tu espalda desando la nostalgia
montada en el caballo de tu parque
me torno en ardilla veloz,
latido callado de amantes sin recato.
Veo tus aborígenes danzando al sol
en Broadway soy testigo de escenarios fílmicos
Shakespeare, Lorca, Whitman, son cauces de ríos
desembocaduras de líneas mojadas por tu historia.
Sinatra, Armstrong, un blues, cantan tu llanto urbano
rascacielos presumidos estiran sus cuellos
puedo contar tus estrellas infinitas.
Un barco es espejismo de pañuelos filiales
al arribo de rostros utópicos
el globo de la alegría aprieta susurros de bienvenida
al turista que festeja el nuevo tiempo.
Un beso serpentea en la ternura de mi vagón
aplaudo el vals de la esperanza en Seaport.
Con versos, dramas, relatos de altibajos
arropo las gaviotas que recuerdo de mi isla.
El poeta y periodista petromacorisano Enrique Cabrera Vasquez, quien ha realizado importantes aportes al conocimiento de nuestra identidad como pueblo, a través de los guloyas, nuestros grandes poetas.
Cabrera Vasquez considera que este es un poema viviente, risueño, nostálgico, de gratitud, homenaje a la ciudad del mundo, la cosmopolita receptora, que lo mira todo, que recibe de todo, en su clima otoño-invernal, rociada por sudores exteriores, abrazada por múltiples colores humanos, que la hacen suya, que la violan en su frenesís de satisfacción de la ciudad de todos, explayada al mundo sin miramiento defensivo, creyendo en los que llegan con animo de progresar