Imaginen mi sorpresa cuando, en la primavera de 1939, llegó a mi casa una carta invitándome a cenar en la Antigua Cancillería con el hombre más vilipendiado del mundo, Adolf Hitler. Lo había criticado abiertamente en la radio desde el principio, prácticamente prediciendo todo lo que haría en su camino hacia la dictadura. Nadie que yo conociera me animó a ir. «Es Hitler. Es un monstruo». Pero finalmente llegué a la conclusión de que el odio no nos lleva a ninguna parte. Sabía que no podía cambiar su opinión, pero teníamos que hablar con el otro bando, incluso si ha invadido y anexionado otros países y cometido crímenes atroces contra la humanidad.
Dos semanas después, me encontraba en la escalinata de la Antigua Cancillería y me condujeron a una opulenta sala de estar, donde se habían reunido algunos de los partidarios más fervientes del Führer: Himmler, Göring, Leni Riefenstahl y el duque de Windsor, ex rey Eduardo VIII. Hablamos de algunas de las hermosas obras de arte en las paredes que habían sido robadas de las casas de judíos. Pero nuestra conversación terminó abruptamente cuando oímos fuertes pasos por el pasillo. Todos se pusieron rígidos cuando Hitler entró en la habitación.

Llevaba un traje color canela con un brazalete con una esvástica y me dio un saludo entusiasta que me tomó por sorpresa. Francamente, fue un saludo más cálido del que normalmente recibo de mis padres, y vino acompañado de una palmada en la espalda. Todo el asunto me pareció bastante encantador. Bromeé que me sorprendió verlo con un traje color canela porque si lo usaba, se percibiría como algo poco propio del Führer. Eso le divirtió muchísimo, y me di cuenta de que nunca lo había visto reír. De repente, parecía tan humano. Allí estaba yo, preparado para conocer a Hitler, al que había visto y oído: el Hitler público. Pero este Hitler privado era un animal completamente diferente. Y, curiosamente, este parecía más auténtico, como si fuera el verdadero Hitler. Todo el asunto me dejó atónito.
Dijo que se moría de hambre y nos condujo al comedor, donde me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Göring cogió inmediatamente una rebanada de pan de centeno, tras lo cual Hitler se giró hacia mí, me puso los ojos en blanco y susurró: «Mira. Se habrá acabado la comida antes de que hayas dado dos bocados». Esa sí que me impactó. Göring, con la boca llena, preguntó qué era tan gracioso, y Hitler dijo: «Justo le estaba contando la vez que mi perro tuvo diarrea en el Reichstag». Göring lo recordaba. ¿Cómo iba a olvidarlo? Le encantaba esa historia, sobre todo la parte en la que Hitler disparó al perro antes de que volviera al coche. Entonces, un Hitler radiante dijo: «¡Oye, si puedo matar judíos, gitanos y homosexuales, sin duda puedo matar a un perro!». Esa fue quizás la risa más grande de la noche, y créeme, hubo muchas.
Pero no era una calle de un solo sentido, con el Führer dominando la conversación. Era bastante curioso y me hizo un montón de preguntas sobre mí. Le conté que acababa de pasar por una ruptura brutal con mi novia porque cada vez que iba a algún sitio sin ella, insistía en que le contara todo lo que habíamos hablado. No soporto tener que recordar cada detalle de cada conversación. Hitler dijo que se sentía identificado; él también odiaba eso. «¿Qué soy, una secretaria?». Me aconsejó que era mejor no tener más contacto con ella o, de lo contrario, volvería al punto de partida y tendría que pasar por todo de nuevo. Le dije que debía ser fácil para un dictador pasar por una ruptura. Él dijo: «Te sorprenderías. Todavía hay sentimientos». Mmm… todavía hay sentimientos. Eso me impactó mucho. Después de todo, no somos tan diferentes. Pensé que si el mundo pudiera ver esta faceta de él, la gente podría tener una opinión completamente diferente.
Dos horas después, la cena terminó y el Führer me acompañó hasta la puerta. «Me alegro mucho de haberlo conocido. Espero no ser ya el monstruo que creía». «Debo decir, mein Führer, que estoy muy agradecido de haber venido. Aunque discrepamos en muchos temas, eso no significa que tengamos que odiarnos». Y dicho esto, le hice el saludo nazi y salí a la noche.