Por Luis Rodríguez Salcedo
Mientras el entonces presidente Donald J. Trump pone su empeño en cumplir su promesa electoral de “mano dura” contra la inmigración indocumentada, el centro de detención de Krome, en Florida, es en un verdadero hervidero humano. Diseñado para 600 personas, este recinto —famoso por su oscuro historial de abusos— ha llegado a albergar cerca de 1,700 detenidos, en condiciones que harían sonrojar hasta al más insensible burócrata.
Lo que alguna vez fue una instalación improvisada para manejar flujos migratorios se transformó, bajo la égida de la “tolerancia cero”, en una especie de infierno administrativo donde la dignidad humana pasa a segundo plano.
Testimonios filtrados por organizaciones como Human Rights Watch y ACLU revelan un escenario de hacinamiento inhumano, negligencia médica y tratos crueles que rozan el sadismo. Muchos de los detenidos no son criminales peligrosos, sino padres, madres y jóvenes cuyo “delito” es buscar una vida mejor.
Krome, convertido en símbolo del endurecimiento migratorio, es la cara más brutal de una política que confunde firmeza con barbarie. Las cifras infladas de arrestos son vendidas como “éxito”, mientras miles de vidas son trituradas entre barrotes y papeleo.
¿Cuánto más puede soportar la democracia estadounidense antes de que sus propios principios terminen deportados?