¿Quién sostiene el mundo mientras tu vives el tuyo?
Todos los días, mientras cruzas la puerta de tu edificio, te sientas a tomar un café o te subes
a un taxi, alguien con una historia que desconocemos está ahí. No los miras dos
veces, porque estamos sumergidos en la forma humoral de nuestra propia existencia.
Nos saludan con gentileza, nos sirven con amabilidad y nos hacen el día más empático y ligero.
Ellos son los porteros, los camareros, las dependientes de un colmado y los taxistas.
Personas reales, con nombres, historias, fracasos, anhelos y sueños rotos. Personas con
rostros de adversidad que nunca esperan que les preguntes:
¿Cómo amaneció, don Fulano?
Y sin embargo, muchos los ven desde arriba, con una sonrisa forzada y trato condescendiente.
Es lo que podríamos llamar el síndrome de Doña Florinda: esa actitud clasista que nace
cuando alguien, al mejorar su situación social, olvida de dónde viene y empieza a despreciar
a los que siguen en la lucha. Como aquel personaje que llamaba “chusma” a su vecino Don
Ramón, lo agredía con desprecio, consentía a su hijo con arrogancia y se mostraba siempre
más cercana al rico condescendiente que al pobre solidario.

¿Alguna vez nos hemos preguntado qué hacen cuando desaparecemos de su escenario?
¿A dónde se dirigen después de decirles gracias?
¿Qué sienten al ver que a personas que no merecen mucho, les sobra tanto?
Su vida no es más que una coreografía diaria de esfuerzo mal remunerado. Y, sin
embargo, nuestras vidas sin ellos colapsarían, porque son el Atlas silencioso de la sociedad
antigua, moderna y futura: hombres y mujeres que cargan sobre sus hombros
responsabilidades que no les pertenecen.
Este artículo no es para leerlo con indiferencia. Porque la desigualdad social no es solo un
flagelo económico: es un eclipse moral que arrastramos como país. No podemos seguir
caminando entre las nubes mientras personas tan cercanas a nosotros lo hacen con los pies
anclados de manera eterna a la tierra.
Desde el quehacer político, la reducción de esta brecha no es solo posible: es inevitable.
Pero requiere algo más que discursos. Se necesita voluntad, enfoque, coherencia y juventud.
Esta última, para agotar el tiempo que sea necesario e invertir el esfuerzo que las
generaciones pretéritas ya no pueden dar, aunque lo anhelen.
Por eso, acentuemos y pongamos en negritas los pilares fundamentales para erradicar este
problema de raíz:
1. Una reforma estructural del salario mínimo, que garantice condiciones laborales dignas.
Nadie que trabaje a tiempo completo merece vivir en el ciclo sin fin de pobreza y explotación.
2. Acceso a crédito e inclusión financiera, porque ningún sueño debe morir por falta de aval.
3. Desarrollo rural y agrícola, con inversión sostenida y dignificación del trabajo campesino.
Además, debemos cultivar el sentido de pertenencia, ese que caracterizó al ciudadano
dominicano en los años 80 y principios de los 90:
una época en la que aún creíamos que todos merecíamos un lugar justo bajo el sol.
Reducir esta brecha no significa empobrecer al que tiene, sino levantar a los que han sido
históricamente olvidados.

