Por Luis Rodríguez Salcedo
En un mundo cada vez más interconectado, cualquier política económica que afecte el comercio internacional tiene implicaciones profundas. En este contexto, la insistencia del gobierno de los Estados Unidos en aplicar o aumentar aranceles a productos importados —especialmente los provenientes de China— despierta una interrogante legítima: ¿podrían estos aranceles conducir a una nueva depresión económica en la nación más poderosa del planeta?
Los aranceles, aunque presentados como instrumentos para proteger la industria nacional y fomentar el empleo, son en esencia impuestos que se trasladan al consumidor. Al encarecer los productos importados, terminan afectando el bolsillo de los ciudadanos, elevando los precios y reduciendo el poder adquisitivo. Además, los países afectados por estas medidas suelen responder con represalias comerciales, lo que agrava el problema.
La historia nos ofrece una lección clara. En 1930, la aprobación de la Ley Smoot-Hawley —que impuso aranceles a más de 20 mil productos— provocó una cadena de reacciones en el comercio mundial que contribuyó al agravamiento de la Gran Depresión. Las exportaciones e importaciones estadounidenses cayeron en picado, miles de empresas cerraron, y millones de personas perdieron sus empleos.
Más recientemente, entre 2018 y 2020, la llamada “guerra comercial” entre Estados Unidos y China evidenció los efectos nocivos de este tipo de políticas. Sectores clave, como el agrícola y el manufacturero, sufrieron caídas en sus ingresos, mientras el consumidor promedio enfrentó mayores precios. A pesar de que el país no cayó en una recesión, sí se registró una clara ralentización del crecimiento económico.
Hoy, en medio de un panorama global incierto —con conflictos geopolíticos activos, tensiones energéticas, inflación persistente y un sistema financiero que sigue siendo vulnerable—, la aplicación masiva de aranceles podría ser la chispa que encienda una crisis más profunda. No se trata solo de una medida proteccionista: es una política que, si no se maneja con equilibrio y visión global, puede causar más daño que beneficio.
Es cierto que ningún país puede ni debe renunciar a la defensa de su aparato productivo. Pero esa defensa debe hacerse con inteligencia estratégica, promoviendo la innovación, la productividad, y la competitividad, no cerrándose al mundo con barreras comerciales que ya han demostrado su ineficacia en el pasado.
En conclusión, aunque los aranceles por sí solos no bastan para causar una depresión económica, sí pueden ser un factor desestabilizador de gran peso cuando se combinan con otros problemas estructurales. Estados Unidos, y el mundo en general, harían bien en recordar las lecciones del pasado antes de repetir los mismos errores con nuevas justificaciones.
LRS