InicioCEREPOESIAUn recuento intrahistórico de una desgracia nacional

Un recuento intrahistórico de una desgracia nacional

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Autor: Ramón Espínola /

SE ACERCA LA HORA DEL GOLPE  /

Para nadie que viviera en la República Dominicana durante el breve y luminoso gobierno de Juan Bosch le fue ajeno el aliento de amenaza que recorría los pasillos del poder y las calles de Santo Domingo.

La derecha nacional, tejida en el influjo de la oligarquía, la iglesia católica, sectores de la inteligencia norteamericana y la vieja burocracia, miraba con recelo, casi con pavor, la transformación liberal que había puesto en marcha el Partido Revolucionario Dominicano bajo la mano de Bosch y la nueva Constitución.

Era un tiempo en que lo improbable se volvía cotidiano, y la institucionalidad parecía un hilo de cristal a punto de quebrarse.

El viernes 20 de septiembre de 1963 amaneció con un hecho que a primera vista parecía insólito: una huelga del comercio, convocada no por los trabajadores, sino por los sectores más poderosos y acomodados de la nación. La llamada Acción Dominicana Independiente (ADI), amparada bajo un eufemístico “Comité Cívico Anticomunista”, impulsó un paro que congeló la actividad en Santo Domingo y, con menor intensidad, en otras ciudades del país.

La ciudad de Santiago, por su parte, vivió un breve instante de paralización total antes de que la tarde disolviera su efecto.
El gobierno de Bosch declaró inmediatamente ilegal el paro, pero los hechos estaban consumados.

La derecha política y la oligarquía nacional habían hallado en aquella huelga un triunfo provisional, un signo de que la oposición era capaz de articularse y desafiar al poder constitucional.

Sin embargo, aquel éxito puso en evidencia la fragilidad del gobierno, que enfrentaba no solo enemigos visibles sino también divisiones entre quienes defendían la institucionalidad.

Bosch se encontraba fuera del país en una visita oficial a México, y su ausencia dejó un vacío que los conspiradores no tardarían en explotar.

Entre los protagonistas del complot surgía Tomás Reyes Cerda, hijo de proletarios de Santiago, periodista combativo y antiguo funcionario del Consejo de Estado. Su odio hacia Bosch, cultivado desde que fuera cesado de sus funciones, lo convirtió en uno de los opositores más vehementes. Desde su micrófono en la radio de la Unión Cívica Nacional y junto al diario Prensa Libre, dirigido por Rafael Bonilla Aybar (Bonillita), multiplicaba cada día las críticas, difundiendo a veces informaciones falsas con el único fin de desestabilizar al gobierno.

El éxito del primer paro llevó a la ADI a planificar nuevas acciones. Una discusión estratégica giró en torno a la sede de la próxima manifestación de “Reafirmación Cristiana” que encabezaba el sacerdote Rafael Marcial Silva.

Enrique Alfau proponía Barahona, ciudad sureña de fuerte tradición obrera y puertos activos, pero Reyes Cerda objetó: la distancia de Santo Domingo y la debilidad del apoyo local complicaban la logística y el impacto mediático.

Finalmente se optó por un paro en la capital, calculado para coincidir con un viernes, de modo que el efecto político se disimulara tras un fin de semana y un feriado religioso próximo, proyectando la protesta como un acto de defensa cristiana y no solo un desafío al gobierno.
El viernes 20 amaneció con el país pendiente de los comercios cerrados y del rumor que se había esparcido sin necesidad de convocatorias públicas.

Los conspiradores actuaban con precisión: Reyes Cerda y Máximo A. Fiallo, hombre de vasta experiencia en comunicaciones y relaciones con la élite militar y empresarial, se dirigieron a La Voz del Trópico, estación radial ubicada cerca del Palacio Nacional, para iniciar la transmisión de consignas contra el comunismo y llamar al paro general.

Allí se encontraron con Ercilio Veloz Burgos, técnico sorprendido y reticente.
—Yo no tengo instrucciones para esto —dijo, con un hilo de incredulidad en la voz.
Fiallo, con firmeza y sin vacilar, extrajo su pistola:
—Estas son las instrucciones. Te quedas ahí sentado. No jodas. —La amenaza colgaba en el aire como un presagio de lo que se avecinaba.

Reyes Cerda intervino, tratando de suavizar la tensión:
—Ercilio, lo único que tienes que hacer es abrir y cerrar los micrófonos cuando yo te diga, y nada más.

Durante más de dos horas la estación se convirtió en un altavoz del miedo y la provocación, sin una sola consigna explícita contra el gobierno, pero con un mensaje claro de subversión: la derecha estaba organizada, audaz y lista para derribar la frágil democracia.
Cuando la policía finalmente llegó, solo Fiallo pudo escapar, bajando por el segundo piso hacia el patio de una casa contigua, mientras Reyes Cerda y otros continuaban enfrentando la realidad de un país al borde del caos.

En paralelo, figuras como Poncio Pou Saleta, antiguo combatiente de la expedición antitrujillista del 14 de Junio de 1959, mostraron el complejo entramado de alianzas y traiciones. Aunque su pasado revolucionario lo había colocado del lado de la libertad, la historia personal, las deudas de vida y las conexiones con los conspiradores de derecha lo llevaron a convertirse en un actor indirecto en la conspiración, ofreciendo su emisora como refugio temporal para los transmisores de la subversión.

La huelga no solo fue un acto de protesta: fue un ensayo de golpe. Cada decisión, cada micrófono abierto, cada amenaza silenciosa y cada cálculo estratégico mostraba que la democracia de Bosch estaba siendo evaluada, probada y finalmente desafiada por fuerzas que no estaban dispuestas a permitir su permanencia.

La historia del 20 de septiembre de 1963 no es solo la historia de una huelga; es la historia de un país donde la libertad se encontró con la resistencia del poder económico, mediático y militar, y donde la palabra “democracia” se debatía entre la esperanza y la traición.

El relato de aquellos días nos recuerda que la política es siempre un teatro de tensiones, un laberinto mal oliente lleno de macos y cacatas y que incluso los actos más insólitos, como una huelga convocada por la burguesía, pueden convertirse en el preludio de un cataclismo histórico.

Y así sucedió, mientras las tenues luces de Santo Domingo titilaban en la mañana, la República Dominicana se encontraba, sin saberlo, al borde de un golpe que cambiaría para siempre su destino político.
La casa del Presidente
Cuando Washington de Peña y José Francisco Peña Gómez llegaron a la residencia presidencial, encontraron a Juan Bosch reunido con un pequeño grupo de sus colaboradores más cercanos. Allí estaban Abrahán Jaar, ministro de la Presidencia —médico cirujano que había pasado largos años en Venezuela, donde ejerció su profesión hasta el punto de perder, casi sin darse cuenta, el pulso íntimo de la idiosincrasia dominicana— y Jacobo Majluta, su ministro de Finanzas, joven ambicioso y de verbo rápido.

En la sala aguardaba Fabio Herrera, viceministro de la Presidencia, expectante y silencioso, pendiente de recibir instrucciones. También se hallaba presente el coronel Julio Amado Calderón Fernández, jefe de los ayudantes militares del presidente, aunque su mente estaba más ocupada en cuestiones de seguridad que en los vericuetos políticos que se debatían allí.

Pero lo que más llamó la atención de los presentes fue una ausencia elocuente y perturbadora: la de Ángel Miolán, el arquitecto real del triunfo del PRD, el organizador infatigable del partido en los años del exilio. Su falta era un signo inequívoco de ruptura. Hacía meses que no visitaba ni el Palacio Nacional ni la casa del Presidente. Algunos decían que por motivos personales; otros, más certeros, sabían que el distanciamiento entre Bosch y Miolán había dejado de ser político para volverse un abismo de orgullo y resentimiento. Pero, los que los conocían sabían que esa situación no era nueva entre ambos.

El ambiente en la residencia era denso, casi irrespirable. Las cortinas se movían apenas, como si el aire mismo temiera interrumpir el curso de la historia. Juan Bosch caminaba de un lado a otro, fumando sin pausa. Encendía un cigarrillo de la marca Crema con el otro, y el humo formaba nubes que parecían flotar sobre su cabeza como pensamientos atrapados. Había tensión, desconcierto, y una sensación amarga de derrota inminente.

Washington de Peña, joven médico de temperamento volcánico, fue el primero en romper el silencio:
—¡Presidente! —exclamó con tono crispado—. ¡Tiene que decidir ahora! ¡En este mismo momento!
Su voz tembló entre la indignación y el miedo. Bosch lo miró, sin responder.
—Debemos ir a Radio Santo Domingo —continuó De Peña—. Peña Gómez y yo hablaremos al país. ¡Desde allí mismo combatiremos la subversión!

Jacobo Majluta asintió de inmediato.
—Tiene razón, Presidente —dijo—. Hay que poner en su sitio a esa gente que conspira contra usted y contra la República.

El tono se elevó. Washington de Peña, en un arrebato de ira, se inclinó hacia Bosch y le gritó casi en la cara:
—¡El paro del comercio y la agitación radial de esos reaccionarios es un crimen contra la República!
La palabra crimen resonó como un golpe seco sobre la mesa.

Después de un tenso intercambio de opiniones, Bosch accedió. Majluta tomó una hoja en blanco, escribió una lista de nombres —una larga lista de empresarios, comerciantes y agitadores que, según él, estaban detrás del sabotaje— y se la pasó a los dos jóvenes perredeístas.

El Presidente levantó el teléfono y llamó a Julio César Martínez, director de la emisora estatal.
—Prepáreles una cabina a los muchachos —le ordenó—. Hay que defender el gobierno constitucional.
Luego colgó con gesto cansado, como si aquel acto fuera una rendición ante la urgencia.

Majluta, siempre rápido, añadió otra idea: redactó de memoria una lista de unos sesenta extranjeros —sirios, libaneses y españoles—, que, según él, se entrometían en los asuntos internos del país. Esa lista, dijo, debía ser denunciada al aire por De Peña y Peña Gómez, para exponer ante el pueblo a quienes conspiraban desde las sombras.

Con el papel en la mano y la adrenalina corriéndoles por las venas, los dos jóvenes salieron apresurados en el automóvil de De Peña rumbo a la emisora. El sol caía sobre la ciudad como una campana de fuego, y el aire parecía vibrar con presagios.

Al llegar a Radio Santo Domingo, fueron recibidos por Julio César Martínez, quien los miró venir con una sonrisa ambigua, entre la burla y la compasión.
—¿A dónde van tan decididos? —preguntó con sorna—. ¡Qué ingenuos son ustedes! Se nota que no conocen a Juan…
Los dos jóvenes se miraron, confundidos.
Martínez se acercó, bajando la voz:
—Apenas se fueron de la casa, el Presidente volvió a llamarme. Me dijo: “Julio César, ignora la orden anterior. No permitas que esos muchachos hablen por la radio”.

El silencio fue demoledor. La ilusión se deshizo como un cristal en el suelo. Peña Gómez, abatido, apretó el papel en el puño hasta arrugarlo. Washington de Peña, con el rostro encendido, solo alcanzó a murmurar:
—Entonces… estamos solos.

Regresaron de inmediato a la casa presidencial, con la esperanza de convencer al Presidente de rectificar. Pero no pudieron verlo. Un ayudante les transmitió su mensaje final:
—El Presidente está ocupado. No los puede recibir.

Aquella frase selló el desencuentro. Afuera, el país ardía. Dentro, en la casa del Presidente, comenzaba el lento derrumbe de la esperanza democrática.

A las tres de la madrugada, en su despacho del Palacio Nacional el profesor Juan Bosch, primer presidente electo democráticamente después de treinta y un años de dictadura, fue derrocado y llevado a la Base Aérea de San Isidro. Desde allí, pocas horas después, sería trasladado al extranjero, al exilio en la isla de Puerto Rico.
Cuando amaneció, el rumor se convirtió en certeza. El país despertó con la noticia: el gobierno constitucional había caído.

En las calles, algunos celebraban con fuegos artificiales y discursos de orden; otros lloraban en silencio, recordando los breves siete meses en que la esperanza había parecido posible.

Santo Domingo amaneció en calma, pero era una calma hueca, llena de ecos y promesas rotas. El humo de los cigarrillos de Bosch todavía flotaba, invisible, sobre los techos de la ciudad.

En ese momento el país perdió la esperanza y el pueblo no se daba cuenta, que no solo perdía esperanza, también perdió dignidad, soberanía, decoro y lo que fue peor el país fue arrastrado a sufrir la Segunda Ocupación de los amos del Norte con la bella secuela de lo que hoy tenemos como patria.

Cosas amargas veredes, como decían los trabajadores del campo.
Nota: Estas son algunas de las experiencias y conversaciones que recuerdo haber tenido en la ciudad de Nueva York entre 1963 y 1966, con personajes como Juan Bosch, José Francisco Peña Gómez y Jacobo Majluta. También tuve la oportunidad de dialogar al respecto con Joaquín Balaguer, Nicolas Silfa. Recuerdo haber comentado sobre esos acontecimientos con un hombre de la derecha, Sigfrido Objío Santana, en la casa de un íntimo amigo de Juan Bosch, el abogado Claudio Martínez. Asimismo, conversé con personas como el coronel Calderón, jefe de los guardaespaldas de Bosch y vecino mío por mucho tiempo, así como con mi amigo Rafael Trinidad, quien fuera cónsul en gobiernos del PRD y cuya residencia en Nueva York recibía con frecuencia a muchos dirigentes de ese partido político.

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